Las pinturas sin viento de Norah Borges


 

En las pinturas de Norah Borges (1901-1998) no hay viento. La artista argentina construye un universo donde la nitidez y la claridad son rescatadas y defendidas con uñas, pinceles y dientes.


Testigo del siglo XX, de una clase social acomodada, Norah deambuló junto a su familia por la Europa de las violentas guerras mundiales. Aún así, en sus pinturas no hay conflicto. El itinerario de los Borges nada tenía que ver con la política. Su biografía, al igual que muchas de sus obras, es un mapa extenso de puntos equidistantes. De Buenos Aires partió con su familia a vivir a Ginebra (Suiza) cuando tenía 11 años. Su padre, el abogado Jorge Guillermo, necesitaba hacer un tratamiento médico porque se estaba quedando ciego. 


En Ginebra Norah estudia en la Escuela de Bellas Artes. Allí conoce al escultor Maurice Sarkisoff, quién será no sólo su primer maestro sino una instancia decisiva en la construcción de la estética que Norah va a cultivar y profundizar en distintos formatos durante toda su vida: el clasicismo. Casas como rectángulo, columnas que parecen sostener un mundo, dameros que invitan a caminar como en un juego de ajedrez. Serenidad, equilibrio, armonía. Ella misma lo dijo: “Solo puede dar alegría la representación de un mundo perfecto donde todo esté ordenado, de contornos nítidos, de colores limpios, de forma definidas y de detalles minuciosos hasta la exaltación".

De Ginebra viajó a Lugano, donde toma contacto con los primeros movimientos de la vanguardia europea, especialmente el expresionismo alemán. La política de neutralidad en relación a la guerra hizo de Suiza un país repleto de exiliados. Entre ellos estaba el artista Ernst Krichner.

uando termina la Primera Guerra Mundial Norah tenía 18 años. Su familia emprende un viaje por la Povenza. No es casual su flechazo con Nimes, ciudad francesa del sur, a la que la artista le dedica varios paisajes. Nimes conserva restos de la época romana del siglo I en muy buen estado, especialmente un anfiteatro y un templo, de incalculable valor para una amante del arte clásico.
De Francia a España: Barcelona, Palma de Mallorca, Sevilla, Madrid. Tanto ella como su hermano comienzan una militancia activa dentro del movimiento ultraísta, vanguardia literaria que ponía en valor cuestiones propias y locales de la lengua, en oposición a las vanguardias más experimentales y modernistas.

A pesar del intensísimo movimiento en la vida de la artista, su verdadero país, su territorio cultivado sin pausa a lo largo de toda su vida, fue el trabajo. Pintora, ilustradora, crítica de arte produjo una obra gráfica y plástica de forma permanente. Escribió e ilustró su primer libro de poesías en Ginebra cuando tenía 14 años (Notas Lejanas) y cuentan que trabajó hasta el día anterior a su muerte, a los 97 años. Cuando la talentosa Greta Stern la retrata en su estudio, vemos una mujer hermosa, con marcadas ojeras.

Es curioso. Una mujer con esa vida, viajes - cambios de idiomas y paisajes de forma continuada y desde muy pequeña- con una pintura tan estática. Si es cierto que uno ama lo que no tiene, pareciera que Norah trasladó a la pintura algo de esto, un alfabeto de imágenes limitadas y permanentes en toda su obra, como un escudo, como un freno protector: mujeres, casas, plantas, guitarras, laureles, ángeles, quintas. Ni Suiza, ni España, ni Buenos Aires. Es en esas quintas que pinta una y otra vez, de tiempo congelado y una armonía idílica, donde el cambio y el movimiento están anulados, allí vivía Norah.
Respecto a esa característica extemporánea de su pintura, fue que su hermano Jorge Luis dijo: "Norah padeció la desdicha, que bien puede ser una felicidad, de no haber sido nunca contemporánea. Cuando en la década del veinte regresamos a Buenos Aires, los críticos la condenaron por audaz; ahora, abstractos y concretos -las dos palabras son curiosamente sinónimas- la condena por representativa".

De todas formas, no hay que idealizar la condena. Su nombre circulaba en revistas, tapas, y libros. Silenciosa como pintora, pero lejos de ser anónima. El MOMA le compró en 1943 una obra (Niñas Españolas, 1933) y dos años después el poeta español Ramón Gómez de la Serna publicó un libro (Norah Borges) sobre su vida y su obra. En España fue un personaje presente y reconocido de la vanguardia ultraísta y publicó en sus revistas más importantes - Grecia, Ultra, Tableros y Reflector- cientos de obras.

Al regresar a Buenos Aires, los hermanos Borges participaron en varios proyectos juntos. Norah ilustró la tapa del primer libro de poemas de Jorge Luis, Fervor de Buenos Aires. También ilustraba y diseñaba proyectos editoriales con los que los jóvenes vanguardistas porteños dieron a conocer su obra, entre las más destacadas, Proa, Prisma y Martín Fierro.
Su obra gráfica, así como sus serigrafías y sus tintas, tienen una potencia que sus pinturas pierden. El monocromo anula el costado naif que ronda del los óleos y las témperas de Norah. Líneas más densas, más ángulos rectos, negro y blanco. El cubismo y el expresionismo se asoman por esas obras. Sin embargo, sus pinturas tienen algo que no permiten que la caracterización de naif sea totalmente justa. Sus pinturas tienen soledad y misterio. También su paleta sutil, sin saturación, donde reina un uso del blanco preciso y calculado. Se ve en sus bocetos, donde ella escribe: “casa blanca crema, verde amarillo claro, cortina naranja pálido, verde lechuga.”


Otra faceta de Norah fue su militancia activa en el feminismo. No solo con su trabajo y su participación y construcción de la cultura de su tiempo, sino de hecho: durante la segunda guerra mundial fue vocal suplente en la asociación feminista antifascista en la Junta de la Victoria en la Argentina, en la que militaban también- entre otras- la escritora María Rosa Oliver, la fotógrafa Annmarie Heinrich, la pintora Raquel Forner, la poeta Silvina Ocampo y la psicoanalista Mimí Langer. La obra de Norah, casi todas sus pinturas, están poblada por mujeres. La empatía era una característica de la pisciana que miraba por lo demás.




Su marido, el crítico español Guillermo de Torre con quien se casó a los 27 años y tuvo dos hijos, era sordo y en su vejez se quedó prácticamente ciego. Su padre peleó contra la ceguera durante toda su vida y su hermano murió ciego. Una vez le preguntaron a Borges cómo se llevaba con Guillermo de Torre y él contestó: “fantásticamente; él no me escucha y yo no lo veo”. Era vox populi el desencuentro entre ellos así como el esfuerzo de Norah por limar asperezas entre dos personas que ella amaba. En ese sentido su pintura puede ser leída también como un gesto de amor y como una exaltación compensadora que honra aquello que su padre, su hermano y su marido no podían ver.

En obras como Vieja quinta (1966) y Quinta de Torino (1965) vemos claramente el territorio donde la artista había plantado bandera. Un espacio familiar, un casa fuerte como un refugio, rodeado de árboles viejos y el pasto recién cortado. Se siente el olor. La luz es tenue. No hay ni una nube en ese cielo límpido. La siesta es el rito compartido. En las pinturas de Norah Borges no hay tiempo. Su pinturas parecen ser una promesa congelada de silencio y serenidad, en un lugar muy cercano a la infancia. Son la negación del conflicto y de la muerte.









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